Las emociones prohibidas, o por qué nunca más volveré a contener las lágrimas



Sucedió una mañana como tantas otras de esta primavera extraña: cielo gris y hermético, viento amenazador, temperatura más bien invernal. Me estaba congelando en la parada del tranvía, mis piernas protestando por las finas medias con las que, incauta, había decidido cubrirlas. Al fin llegó el convoy, y casi agradecí el calor de la riada de gente que me empujó hacia el interior del vagón. Marqué con la tarjeta, desabroché algunos botones del abrigo y pegué la espalda a la pared, quedando perfectamente insertada en el breve espacio libre entre los hombros de otros dos pasajeros. Frente a nosotros había una isla de cuatro asientos ocupados. Una niña muy pequeña, seguramente no llegaba a los dos años, se quejaba con suavidad, de pie frente a su cuidadora. No tero í a cole. No tero í a cole, repetía. Ojos hinchados, mejillas de bebé. Parecía cansada.

Pensé que, probablemente, la hora temprana le había interrumpido el sueño. A la espalda llevaba una pequeña mochila, que pese a su tamaño se veía enorme sobre los hombros de la cría. La abuela, o la cuidadora, quién sabe, estaba sentada en uno de los cuatro asientos y al principio no respondió. La niña repitió su queja varias veces, subiendo la intensidad de la voz un tanto. Con las manitas se agarraba a las rodillas de la mujer, y su cuerpo redondeado se tensaba por momentos. Algunos de los pasajeros volvieron instintivamente la cabeza hacia la escena. Advirtíéndolo, noté que la mujer se incomodaba y empezaba a decirle a la niña, con ese tono de voz un poco más alto de lo normal que en realidad se usa para que lo oiga la concurrencia, que ya estaba bien de armar tanto jaleo. Shhhhh, shhhh. ya va, ya va. ¿No ves que no se puede armar ruido acá? Verás como venga el vigilante. Te va a reñir bien fuerte. Ya, cállate. Que va a venir, mira, por ahí viene.

Al escuchar la mentira y la amenaza sentí un pellizco en el estómago. La cría calló unos cinco segundos y luego, al comprobar que lo del señor que riñe a los que lloran no se cumplía, empezó a protestar, esta vez con más fuerza. En secreto me alegré de su coraje y su persistencia. Tero la mama, lloriqueaba. La mama está trabajando y ya verás cuando le diga lo mal que te estás portando. ¡Se va a enfadar mucho contigo!, volvía a amenazar la otra mientras se afanaba en descifrar algo sumamente importante en la pantalla de su teléfono móvil.

La niña se puso más nerviosa y la abuela la agarró y la cogió en brazos, susurrándole algo. Me pareció que eran palabras cariñosas y el pellizco de mi estómago se soltó. Respiré aliviada. Pero al poco, la nena empezó a llorar de nuevo y a intentar zafarse del abrazo de la adulta que trataba de contenerla.

¡Como sigas llorando me bajo en la siguiente estación y te quedas aquí sola! ¿Me has oído?, le soltó con mal tono. Mis ojos se abrieron de incredulidad. La niña la miró con horror, liberó un sollozo, y a mí se me saltaron las lágrimas con ella, a la vez que se me escapaba una exclamación de disgusto que ya no recuerdo, y que me pareció que no oía nadie. Me tragué el llanto mientras mi pequeña compañera de vagón parecía incapaz de contenerlo.

Justo en ese momento se levantaron dos pasajeros, y la joven abuela se apresuró a ocupar un lugar y a sentar a la cría, con un gesto muy poco delicado, en el asiento de al lado. Enseguida, la niña se tiró al suelo, esta vez llorando y repitiendo la queja. No tero, no tero, no tero... La mujer, desbordada su paciencia, la miró con desdén y le espetó: Pues oye, muy bien, pues quédate ahí en el suelo, y si te haces daño cuando frene, tú misma. Dicho esto, sacó de su bolso un papel escrito a lápiz con letras mayúsculas y se puso a leerlo con fingida atención mientras ignoraba la rabieta de su nieta. O de su sobrina, o el que fuera el parentesco que las unía.

Nunca sé qué hacer en estos casos. En el pasado he ensayado diferentes estrategias, porque me cuesta mucho permanecer impasible ante el sufrimiento de un niño. Ese día, decidí tratar de observar la situación sin intervenir y, en lo posible, sin juzgar. Esto último es lo que me resulta más difícil por ahora. Quien sí intervino fue una mujer joven que estaba sentada justo frente a la niña y que era evidente que hacía rato que se sentía incómoda, como la mayoría de los pasajeros de alrededor. 
La mujer se puso a la altura de la niña, la miró a los ojos y le preguntó si le gustaban Los Tres Cerditos.

La pequeña se sorbió la nariz y asintió, así que su buena samaritana se puso a buscar el cuento en un iPad. Como no aparecía, acabó mostrándole algún tipo de aplicación con unas bolitas de colores que hicieron reír a la niña. La abuela sonrió brevemente a la mujer y siguió mirando su papel como si nada. De nuevo, tuve ganas de llorar. En esta ocasión, porque me emocionó la disposición a atender a la criatura que mostró aquella desconocida, aunque fuera ofreciendo la distracción de una pantalla.
El trayecto terminó, y la niña y su abuela se prepararon para bajar. El ánimo de la chiquilla había cambiado por completo y exhibía una bonita sonrisa de dientes pequeñitos y perfectos. La mujer del iPad le dio la mano con formalidad fingida y se despidió: Bueno, hasta otro día. Y no vuelvas a llorar, ¿vale?

El pellizco me agarró con más fuerza y esta vez se me escaparon dos enormes lagrimones, que me apresuré a limpiar de mi rostro antes de bajar en mi parada yo también.

De camino al trabajo, en el breve trayecto a pie hasta mi oficina, le di vueltas a aquel encuentro. Me dolía el corazón al pensar en cómo aquella niña y cómo tantos niños, cómo yo misma cuando era pequeña, hemos interiorizado las dichosas frases hasta convertirlas en nuestra propia voz interior: No llores. Venga, que no es para tanto. No pasa nada. Pues si no paras de llorar no te querré. Pues si dejas de llorar te daré x o y. Amenazas, chantaje y abandono emocional para domesticar la expresión de los sentimientos que nos incomodan. Y si no, pantallas para distraer y que se nos pasen los disgustos. Luego pretenderemos que esos mismos niños, cuando sean adolescentes, conserven el espíritu suficiente para decir lo que no les gusta, para negarse ante algo que les daña. Y querremos que confíen en sí mismos, claro, cuando les hemos enseñado desde bebés que lo que sienten no es válido y no merece ser mirado. Y nos quejaremos de que se pasan el día pegados a una pantalla...

No quiero decir con esto, y lo explico porque es lo que se suele entender, que los niños no deban tener límites. Es más, los necesitan. No quiero decir tampoco que puedan hacer lo que deseen sin aprender poco a poco que están en una sociedad y en un contexto determinados. No quiero decir que la familia de esta niña sea deleznable por mandarla a la guardería. Seguramente es lo mejor que pueden hacer. Todos lo hacemos lo mejor que podemos. Siempre. Pero qué bonito sería, iba yo pensando mientras arrastraba los pies por la incómoda acera de la Diagonal, que el dolor de un niño pudiera ser acompañado siempre con amor y respeto. Sin distracciones, sin amenazas. Qué diferente hubiera sido la escena si esa pequeña hubiera recibido presencia y comprensión ante su tristeza y su rabia por tener que madrugar, por salir de su cama calentita y separarse de su familia cuando probablemente aún no está preparada para ello... Seguramente a algunas personas esto que cuento les parecerá una exageración. Lo respeto. Yo creo que muchas de las cosas que nos pasan cuando somos adultos se originan justo ahí. 

El caso es que continué con mi día, y a media mañana recibí la visita de una querida amiga y autora. Le conté la historia, pues ambas compartimos una sensibilidad parecida hacia estos temas. Recordé mi tristeza y le expliqué que "estaba blandita", y que se me habían saltado las lágrimas tres veces en diferentes momentos de la escena. Y qué terrible que le dijeran todo el rato a la niña que no podía llorar, le contaba. Ya, respondió mi amiga, pero tú también te aguantaste el llanto todo el tiempo, ¿no?

Y vaya si lo hice. Nada menos que tres veces. ¡Guau! ¡Soy la Judas Iscariote de las lágrimas!, pensé. Me había fijado en todo, excepto en ese "pequeño" detalle. Me siento muy afortunada de estar rodeada de personas que me ayudan a ver este tipo de cosas cuando a mí se me escapan :)

Así que, después de este encuentro y de la charla con mi amiga he decidido que, si quiero ayudar, lo mejor que puedo hacer es empezar conmigo misma. Me he dado cuenta de la cantidad de veces que evito llorar, incluso delante de algunos de mis amigos. ¡Y eso que soy de lágrima fácil y me emocionan las cosas bonitas tanto como las tristes! Pero resulta que, de forma inconsciente, hasta ahora tenía la creencia de que la gente se incomoda si una se deja llevar por ciertos sentimientos. Que "esas cosas" mejor se hacen en privado. Porque a mí también me criaron en el "shhh, ya calla, que vendrá un señor y te reñirá". Y en el "qué fea te pones cuando te enfadas". Y en la distracción. Y está bien: eran otros tiempos, y todos hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Pero eso ya se acabó. Se acabó el disculparme con expresiones como "no me lo tengas en cuenta, estos días estoy tan blandita que lloro hasta con los anuncios de Nescafé". Con el: "ay, perdona, es que hoy estoy tonta". Porque, pensadlo solo un momento. ¿No hubiera sido bonito, continuando la reflexión de antes, que esa niña, y de paso mi niña interior, me hubieran visto llorar? ¿Qué esa pequeña hubiera tenido un ejemplo vivo (y algo húmedo) de un adulto que se permite vivir sus emociones, sin importar que incomoden a los demás?

Lo que hubiera pasado esa mañana nunca lo sabremos. Pero lo que sí sé es que nunca, nunca más volveré a aguantarme las lágrimas. Estoy practicando mucho mientras veo la primera temporada de This is Us ;-) Y también he tomado la decisión de morderme la lengua cuando aparezcan mis ganas de disculparme por mi tristeza...

Creo que este es el post más largo y personal de mi vida :) ¡Muchas gracias por leer hasta aquí! Me encantará conocer vuestra experiencia y vuestras opiniones sobre este tema. Abrazos.



Comentarios

  1. Gracias, Rocío, por compartir esta historia tan triste. Da mucho que pensar...

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    1. ¡Muchas gracias a ti por leerla! La verdad es que han tenido que pasar un par de semanas para que pudiera digerirla y contarla aquí. Un beso.

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